La silla de Elías

(Playlist aconsejable)

La entrevista de hoy es un sueño, de ahí que los nervios me tienten con cigarrillos, uñas o sustancias innombrables, todos vicios superados, pero con recaídas frecuentes (si eso tiene algún sentido). Espero a que suene la alarma de mi Casio F-91W repasando las preguntas que se apelotonan en mi cabeza como parásitos del paraíso mientras repaso mi vestuario y, lo que en el dormitorio parecía un killer look, se muestra en el interior del lobby del Ritz-Carlton de Montreal como un intento fallido. Dejar mi gabardina azul en el perchero del apartamento no fue la mejor de las decisiones. Más aún cuando, en unos minutos, voy a estar frente a él.

Las gotas de sudor empiezan a deslizarse con esquíes por la pista sin pelo que las frene y, al borde de la taquicardia, me desplomo en el primer lugar que encuentro en busca de la calma que se ha quedado congelada a las puertas del edificio neoclásico de estilo palazzo diseñado en 1910 por la prestigiosa firma neoyorquina Warren & Wetmore. Protegido por un Sofá restaurado Chesterfield Serpentino Victoriano teñido a mano de cuero marrón, vuelve la paz interior al ritmo de Absolute Begginers que suena en mi reproductor Sony NW-A1000.

Todo al traste cuando, tras el reproche de un enorme señor con un ramo de flores para Hitler, me veo obligado a retirar las Vans Old School de la pequeña mesa auxiliar de Isamu Noguchi. El tipo hubiera sido capaz de arrancarme la cabeza con sus manos para acto seguido sorber mis sesos y confeccionar un cenicero con mi cráneo. Joder, así no hay manera. Ni Ying ni Yang ni Neil Young. Me hubiera tomado un 66 Gilead Crimson Rye Whisky con hielo si no fuera por el coste de la operación.

Opto por dirigirme a los lujosos baños y beber un buen chorro de agua del grifo. Será el entorno, pero el sabor no es el mismo que corre por las tuberías del Chelsea Hotel. Tras hacer un poco el Travis Bickle delante de espejo Veneciano creado por Philippe Stark, subo en ascensor con las pilas a medio cargar y la mirada baja para no tener que abonar propina al domador de leones que me recibe con curiosidad y despide con el látigo.

Dentro de mi bolsa vintage comprada en Jet Rag, el cuaderno negro clásico Moleskine y su fiel compañero, un bolígrafo Mesiterstück Solitaire Midsize Le Petit Prince regalo de mis padres como recompensa por volver a enderezar mi vida, aguardan inquietos su puesta en escena. Hoy no es el turno para la Grundig DH220 Análogo Dictáfono en Plata, no vaya a ser que el entrevistado se incomode. Recorro el largo pasillo enfundado por una alfombra de La Alpujarreña, un toque granadino en honor a Lorca y Omega, y, aunque no estemos en el Hotel Overlook, miro a un lado y al otro en busca de la habitación 311 y, quizás, las dos niñas gemelas que oscurecieron mi infancia. Por el camino sólo una pareja saliendo de su nido de amor regalando mil besos profundos. Él luce un traje Armani, corbata Louis Vutton y zapatos Duncan Aubercy. Ella me recuerda a Julia Roberts en aquella película de ciencia ficción llamada Pretty Woman. Seré ingenuo.

Sigo el paso y, cerca del final, a mi derecha, en el lugar donde la palabra se convirtió en hombre, la puerta de madera noble con el número 311 en una placa de cobre envejecido. Ya estamos. Cojo aire y knock knock knockin´ on Heaven´s Door. Cuentan que se conocieron en un camerino donde el respeto y la indiferencia se repartieron por igual. Distinto sería años después bajo el cielo de Paris.

Abre una rubia atemporal, portadora de crucifijos capaz de adentrarse de rodillas en la oscuridad. Un vestido sencillo de algodón de color blanco de algún mercado hippie del Mediterráneo y unos perfectos pies descalzos que serían la perdición de Quentin Tarantino.
Me radiografía y da una pequeña voz al interior.
– Axel, gå till ditt rum, en annan man kommer att intervjua Leonard! – se oyen pasos corriendo y un portazo acompañado de una risa infantil al tiempo que me invita a pasar.

En la pequeña sala de estar señala una silla genovesa de nogal del siglo XVIII y el pequeño pájaro se aleja del alambre dejando un vacío que, a la vez que esclarece las piezas del puzle que no supe colocar, deja otras que ya daba por seguras huérfanas de sentido. Espero sentado, observando la famosa gardenia al fondo, en un pequeño escritorio Tulip estilo Luis XV de madera de marquetería donde se pueden adivinar varias hojas. Quizás el embrión de un poema final.

Con la duda me quedo ya que el amago de mi curiosidad se contrarresta con la entrada del amo de la canción. Pausado, se dirige al icónico sillón 720 Lady Marco Zanuso con tapicería a cuadros en blanco y negro. Se ajusta el traje de confección oscuro a rayas de doble botonadura y, dejando el sombrero trilby o fedora (eterna discusión) en los brazos del mueble, se sienta como el profeta Elías.

Empequeñezco. Enmudezco.

Su voz es un cañón Gustav Gerät en el bando correcto.
– Buenos días, un placer tenerle aquí – dispara y el partisano cae rendido.
– Buenos días Sr. Cohen – balbuceo como un auténtico imbécil. – Es un honor estar junto a usted.
Asiente ausente, quizás aburrido, seguramente decepcionado. La llama se desvanece y como los hermosos vencidos me dispongo a morir con el pecho descubierto.
– ¿Quién es Leonard Cohen? – lo mejor que se me ocurre, ayudarme Hermanas de la Misericordia.
Y todo el mundo sabe que ahora o nunca. Al menos si es tu voluntad.
– Dejad que diga a los jóvenes / no soy sabio, rabino, roshi, gurú / soy un Mal Ejemplo – recita el principio de un poema que aún no ha escrito. – No pregunte impertinencias. Yo soy quién soy – al menos no zanja la conversación – y, por caballerosidad, las cargas no se comparten. Las cargas se relatan y cada uno puede hacer con ellas lo que le venga en gana. Allí está todo, lo verdadero y lo falso. No pida a la stripper la marca del sujetador.
Adivino que es el fin.
– ¿Un consejo? – y si no lo era lo certifico.
Mientras abandona la estancia me dirige una última mirada, y, esperando el milagro, susurra en voz alta.
– La obsesión conduce sin carné. No es malo siempre y cuando no le pillen. Pero… – lo pierdo, se desvanece -, por cierto, Patrick Bateman ya abusó de la descripción de objetos, de las marcas y el diseño. La originalidad es lo que me trajo hasta aquí. Merece la pena intentarlo.

Lo siguiente son cangrejos gigantes saltando en la cama en busca de una foto de mis hijos mientras Neil Sedanka canta Hallelujah acompañado de las Webb Sisters al son de los seis acordes de un joven guitarrista perdido en las pistas de tenis detrás de Murray Hill.

Luego nada. Sólo la pequeña mano buscando la mía mientras abre los ojos.

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